sábado, 20 de agosto de 2016

Bancos, especulación e ideología

Enric Llopis, Rebelión

Se trata simplemente de un medio de pago. Lo que se da o recibe por la compra o venta de artículos, bienes y servicios. “No hay nada en el dinero que no pueda ser comprendido por una persona razonablemente curiosa, activa e inteligente”, afirma el economista John K. Galbraith en el libro “El dinero”, cuya primera edición se publicó en 1975 y Ariel reeditó en castellano 20 años después (con un capítulo añadido en el que incluían referencias a las presidencias de Carter y Reagan). El dinero aparece históricamente vinculado a tres instituciones progenitoras: las Casas de la Moneda, las Secretarías del Tesoro o Ministerios de Hacienda y los bancos. Y el negocio bancario nace en Italia. De hecho, el mundo no se inició con la actual crisis. “Ni los Rothschild ni J.P. Morgan han igualado a los Médicis en una grandeza sustancialmente fomentada por ser agentes fiscales de la Santa Sede”, resalta el autor. Además, las casas de banca de Venecia y Génova sientan el precedente de los bancos comerciales (al menos un centenar de bancos de depósito se fundaron en Venecia entre los siglos XIII y XV). Casi igual de avanzadas eran las entidades del Valle del Po.

A grandes trazos, en el mundo antiguo y en la Edad Media las monedas confluían en las ciudades con un comercio más boyante. Se aceptaba la moneda bajo palabra, y había una tendencia a pagar con dinero de escasa calidad mientras se retenían los mejores metales (“la moneda mala expulsa siempre a la buena”, sentenció en 1558 sir Thomas Gresham, una ley económica que con el tiempo se mostró inapelable). Proliferaban las diferentes monedas, que muchas veces circulaban adulteradas, rebajadas y recortadas. En 1609 se fundó el Banco de Amsterdam -el primer banco relevante- con el fin de regular y limitar los abusos del dinero, aunque sin las funciones con las que más tarde contaron los bancos centrales. Galbraith añade que con el tiempo se constituyeron otros bancos “guardianes” en diferentes países, en los que únicamente se tenía en cuenta el metal válido. A este fenómeno se agregó el de la expansión de los estados nacionales, que hizo disminuir el número de monedas al tiempo se mejoró la acuñación. Pero tampoco fue la panacea: “Una constante en la historia del dinero es que cada remedio puede dar origen a nuevos abusos”, destaca el autor de “La sociedad opulenta”, “El crac del 29” y “Breve historia de la euforia financiera”, entre otros textos. Durante cerca de un siglo, el Banco de Amsterdam permitió que los depósitos fueran considerados como tales y el metal confiado por su dueño permaneciera guardado hasta el momento en que éste decidiera transferirlo. Es decir, no se realizaban préstamos con el metal en depósito.

“Pocas cosas me han proporcionado más placer a lo largo de los años que leer, reflexionar y escribir acerca del dinero”, afirma John K. Galbraith en la introducción del libro de 300 páginas en el que aborda el nacimiento de la banca, las primeras fiebres especulativas en Europa y Estados Unidos, la constitución de la Reserva Federal norteamericana, el crac del 29 y el advenimiento de las políticas keynesianas, entre otras materias. Traducido a doce lenguas, el texto permite rastrear numerosos problemas económicos del presente, sea a partir de los precedentes en el siglo XVIII de la Banque Royale francesa (fundada en 1716 con un capital inicial de seis millones de libras, y que emitía billetes en forma de préstamos que terminaban financiando a la corona) el Banco de Inglaterra (impulsado en 1694 también mediante privilegio real y con el fin de costear el gasto militar de Guillermo de Orange) o la relevancia del papel moneda en las colonias americanas que aspiraban a independizarse de Gran Bretaña. ¿Qué enseñanzas aporta la evolución del pionero Banco de Amsterdam? Cuando en 1672 las tropas francesas de Luis XIV se aproximaban a la capital holandesa, se desató la alarma y los mercaderes acecharon el banco temiendo que hubiera desaparecido su riqueza. Quienes pidieron su dinero lo recibieron, mientras que otros prefirieron dejarlo ante la grave coyuntura. “Mucha gente que necesita desesperadamente su dinero del banco deja de necesitarlo cuando está segura de que lo tiene a su disposición”, concluye Galbraith.

Las cosas empezaron a torcerse por las complicidades entre el alcalde y los senadores de la ciudad de Amsterdam, quienes poseían el banco, y por otro lado los directores de la Compañía Holandesa de las Indias Orientales. En muchos casos se trataba de los mismos próceres. En el siglo XVI la empresa había mostrado signos de un potencial enorme, aunque en ocasiones necesitaba dinero a corto plazo para la dotación de los barcos o esperar a su retorno. El banco comenzó a realizar préstamos, mediante transferencias de los recursos en depósito a otras cuentas. John K. Galbraith destaca que se trataba del “primer paso hacia lo que para los bancos comerciales modernos es la operación más ortodoxa”. Pero a finales del siglo XVII y en la centuria siguiente, las cuentas de la compañía holandesa arrojaron números rojos cada vez más inquietantes. La guerra contra Inglaterra de 1780 condujo a mayores demoras en los pagos. El gobierno de la ciudad también solicitó préstamos al Banco de Amsterdam. En tal coyuntura, si todos los depositantes quisieran recuperar su dinero resultaría imposible. La entidad bancaria comenzó a limitar las monedas que los clientes podían extraer o transferir. Señal de peligro. El final llegó en 1819, cuando el Banco de Amsterdam tuvo que liquidar sus negocios tras más de dos siglos de actividad.

El fallecido economista y autor de “La cultura de la satisfacción” hace un recorrido histórico que permite extraer lecciones, por ejemplo, respecto a las triquiñuelas lingüísticas y los motivos de las espirales especulativas. Durante el siglo XIX y hasta aproximadamente 1907 se hablaba de “pánico” sin ningún embozo. Pero a partir de esta fecha los hombres de negocios prefirieron las expresiones de “crisis” y “depresión”, con el fin de mitigar el desplome de la confianza. Se produjeron estados de “pánico” en 1819, 1837, 1857, 1873, en menor grado en 1884, muy grave en 1893, también en 1907 y breve pero muy importante en 1921; el más grave y duradero se produjo en octubre de 1929. En 1819 y 1837 la especulación se centró en la tierra, fueron los grandes años de la construcción de canales en Estados Unidos pero también de caminos, edificios del estado, escuelas y algunas cárceles. En 1857 la ambición especulativa se desplazó a los ferrocarriles y a las “obligaciones” con las que se financiaban los proyectos ferroviarios. Esta prioridad en la inversión de capitales se prolongó hasta finales del siglo XIX. “En los años que precedieron al pánico de 1873, y de nuevo antes del de 1893, hubo un enorme auge en la construcción de ferrocarriles”, recuerda Galbraith; “nada más curioso en el siglo XIX que la facilidad con la que la gente olvidaba el último desastre y se apresuraba a perder dinero en el siguiente”. Otros objetos de agiotismo no tan relevantes fueron el oro y el cobre. En el “pánico” de 1907 perduró la importancia del ferrocarril, aunque el foco se desplazó a las acciones en general. Al igual que en el de 1921, pero en este caso la depresión fue precedida por la especulación con las tierras y en los mercados agrícolas.

En este clásico “best-seller” sobre el dinero, John K. Galbraith hace gala de un extraordinario magisterio, que le permite explicar con gran sencillez, sin jerga para especialistas y aplicando técnicas habituales en la narrativa, las políticas de Roosevelt, las bases del keynesianismo, el auge y ocaso del patrón oro, la evolución de los precios después de la primera guerra mundial o las discusiones sobre la curva de Philips. En el capítulo final del libro (“Dinero y política”), el docente subraya que el periodo de bonanza económica en Estados Unidos terminó con la guerra de Vietnam. Los gastos del conflicto y la demanda resultante presionaron al alza de los precios. En años posteriores, los economistas de cámara de la Administración Nixon achacaron la inflación desbocada al caos fiscal que habían heredado. “Pero realmente la posición fiscal recibida era notablemente sana”, rebate John K. Galbraith. “Tampoco fueron muy alarmantes los movimientos de precios que heredó la nueva Administración”. Tal vez alguna de las claves radique en la primera rueda de prensa convocada por Nixon, el 27 de enero de 1969, en la que afirmó: “No estoy de acuerdo con la sugerencia de que la inflación puede ser eficazmente controlada exhortando al trabajo, a la dirección y a la industria a seguir ciertas normas orientadoras”. Según el autor de “El dinero”, “Todo el daño posible estaba aquí; había que minimizar la dirección de la economía, aunque fuese cada vez más necesaria”. ¿Economía o ideología?

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